Las declaraciones del ministro de Defensa Diego Molano de que los, al menos, 12 menores que habrían muerto en un bombardeo del Ejército a inicios de marzo en Guaviare contra estructuras insurgentes eran «máquinas de guerra”, han levantado muchas críticas, especialmente en cuanto a los métodos de combate utilizados por las autoridades colombianas.

En Colombia los bombardeos son autorizados por el presidente de la República, por lo que las implicaciones de estas decisiones siempre quedan bajo un profundo escrutinio por parte de la población. La inteligencia del Ejército ya había utilizado en agosto de 2019 la localización de los campamentos de grupos ilegales en el Caguán para bombardearlos. Aquella vez murieron unos ocho niños. El debate acerca del conocimiento de la presencia de menores anterior al ataque por parte de las autoridades militares, ejecutado por el Comando Conjunto de Operaciones Especiales, llevó a la renuncia del ministro de Defensa, Guillermo Botero, tras una moción de censura en el Parlamento contra él.

La perduración de las lógicas de guerra

Recurrentes combates en un período de posconflicto con grupos rearmados o disidentes son comunes en todas las situaciones de transición de la guerra hacia la paz. Lo que llama la atención en el caso colombiano son dos elementos: Por un lado, que el gobierno del país siga recurriendo al uso de bombardeos como instrumento de control frente a las disidencias; por el otro lado, el proseguimiento de la práctica del uso de menores en las filas de las fuerzas disidentes.

Desde la firma del Acuerdo de Paz ha habido denuncias sobre el reclutamiento forzado de niños y niñas en ciertas zonas del país, donde se ha establecido una presencia permanente de grupos armados residuales y de grupos delincuenciales organizados.

Queda evidente que los actores en el país no pueden liberarse de las lógicas de la guerra, cuando el ministro Molano caracteriza a los menores como «escudos” de la guerrilla, sin tomar en consideración su deber de protección de las personas. No es injustificado que se le acuse de pasar por alto la doble victimización de los menores: primero por la guerrilla, y luego su revictimización por parte del Ejército.

No falta en el debate colombiano el recurso al término de los «narcoterroristas” para englobar a todos los actores ilegales en una categoría que se pensaba superada con la formalización de la paz con las extintas FARC en 2016. Es desconcertante que no se hayan establecido formas de pensar la vinculación de menores a la guerra como una responsabilidad del Estado, común a la sociedad en aras de la protección de esta población específica. Más bien sigue vigente la distribución de culpabilidades en vez de rescatar a los menores víctima del reclutamiento en el territorio. En vez de enorgullecerse de «operaciones militares impecables”, sería recomendable aumentar los niveles de credibilidad y exactitud para decidir sobre operaciones militares de esta índole.

El papel de los menores en la guerra y la justicia 

Existe amplia documentación sobre los menores como protagonistas olvidados en el conflicto colombiano: han participado en él portando armas, ejecutando misiones (transporte, labores de inteligencia, contrabando) y ocupando cargos en las estructuras criminales, siendo al mismo tiempo víctimas de abusos personales y sexuales.

La Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ha iniciado las averiguaciones sobre el delito del reclutamiento forzado de menores – un delito de lesa humanidad – y ha llamado a versiones voluntarias a los exlíderes de las FARC: ellos negaron el reclutamiento forzado y en diferentes declaraciones rechazaron las acusaciones de que en las filas guerrilleras existiera una política de incorporación de menores. Así insistieron en que la vinculación de niños, niñas y adolescentes se presentaba bajo términos de voluntariedad, lo cual ha sido interpretado como un intento de disminución de la responsabilidad frente al reclutamiento como tal. Sin embargo, existen pruebas presentadas ante la JEP de jornadas de reclutamiento masivo organizadas por la guerrilla, visitas a casas exigiendo una cuota de menores para las filas y el desplazamiento de familias que se opusieron al reclutamiento de menores.

El Centro Nacional de la Memoria Histórica publicó en 2017 un informe de casi 700 páginas con el título «Una Guerra sin Edad” que documenta ampliamente que el reclutamiento ha sido sistemático y calculado, buscando presencia constante en espacios de socialización donde los niños, niñas y adolescentes construyen su cotidianidad como escuelas, parques, centros culturales, deportivos y los barrios donde viven. Con el ingreso en las propias filas se les buscaba implantar una identidad guerrillera.

Ante estas experiencias, todos los esfuerzos deberían orientarse en la reparación de daños morales y subjetivos, en recuperar la capacidad de sociabilidad, sanar heridas físicas y de violencia sexual con el fin de superar la alteración al proyecto de vida, los abortos forzados y evitar una revictimización, la vulneración de los derechos de los menores y facilitar su reintegración en la vida social.

Por Condori Luis Pedro

Diseñador y Administrador de Noticias en la Web

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