Gustavo Dessal, escritor y psicoanalista.
Gustavo Dessal, escritor y psicoanalista.

Hay un chiste bien conocido citado por Freud: “De lo sublime a lo ridículo hay solo un paso: el paso de Calais”. Del mismo modo podría decirse -aunque sin la misma gracia- que de lo genial a   lo monstruoso hay a veces una fina y borrosa frontera. Mary Shelley lo plasmó en su “Frankenstein”, un libro de múltiples  lecturas que se renuevan con el paso del tiempo. En la actualidad es posible apreciarlo como una obra que nos pone sobre aviso acerca de la compleja relación entre ciencia, tecnología y ética. Ahora que la conquista de la eternidad ha sustituido la   carrera espacial que se corrió durante la Guerra Fría, no falta gente con ideas asombrosas y dotada de una retórica brillante capaz de conmover no solo al vulgo sino a sectores de la comunidad científica. 

Robert J. White (1926-2010) fue un prestigioso neurocirujano estadounidense conocido fundamentalmente por sus experimentos para transplantar cabezas de monos. En 1970, y tras una serie de ensayos preliminares, logró insertar la cabeza de un simio en el cuerpo de otro. Lógicamente, para ello tuvo que seccionar la médula de ambos. El mono resultante vivió nueve días, durante los cuales su cuerpo se mantuvo totalmente paralizado, mientras que con la cabeza podía ver, oír, oler y comer. Se sabe que en aquella época los médicos rusos estaban interesados en lo mismo, y fue Vladimir Demikhov quien, en 1959, consiguió “fabricar” un perro con dos cabezas, una de ellas seccionada de otro animal, y que también podía ver, oír, oler y deglutir. El producto solo vivió cuatro días, y desde luego no fue tan exitoso como el del médico White y su mono. 

No tengo la menor idea de por qué en aquella época surgió ese extraño fervor, aunque posiblemente haya sido estimulado por las imaginativas ideas del Dr. Mengele, un pionero que se benefició al no tener que solicitar autorización alguna a la Comunidad Europea para llevar a cabo sus experimentos. No deja de ser curioso que en 1965, es decir, seis años después de la operación de Demikhov y cinco antes de la realizada por White, el genial duo de escritores franceses Boileau y Narcejac (recomiendo toda su obra, un raro ejemplo de narrativa escrita a cuatro manos y dos cabezas) ganase el premio Humor Noir por su novela “Et mon tout est un homme”, donde un tal profesor Marek logra el transplante integral, implantando a siete personas las partes del cuerpo (incluyendo la cabeza) de un condenado a muerte. 

Ahora mismo hay un revival del transplante de cabeza, quizás por un desesperado intento de conseguir alguna que esté en condiciones. A la cabeza (valga la redundancia) de este nuevo emprendimiento está Sergio Canavero, un neurocirujano italiano de gran fama internacional que, en 2017, declaró estar en condiciones de lograr el transplante con un éxito asegurado (asegurado por ahora en la gran confianza que Canavaro se tiene a sí mismo). Sin siquiera esperar a comprobarlo, escribió “Head transplantation and the Quest of Immortality”, enorme éxito de ventas que puede adquirirse en Amazon. Teniendo en cuenta que aunque el transplante se consiguiese, el cuerpo del paciente estaría completamente paralizado debido a la imposibilidad de conectar el nuevo cerebro con la médula espinal, ¿a quién podría interesarle este negocio? La respuesta la dio un hombre de 45 años llamado Craig Vetovitz, quien se mostró  dispuesto a ser el primer voluntario para el doctor White. Vetovitz, que era cuadriplégico, aseguraba tener una vida muy feliz pese a todo, y como los órganos de su cuerpo comenzaban a fallar, le entusiasmaba la idea de conservar su cabeza en otro cuerpo, aunque no pudiera utilizarlo más que como apéndice indispensable para que la parte superior siguiese funcionando. Es una cuestión que le plantea al psicoanálisis un verdadero enigma, teniendo en cuenta que llevamos unos cuantos años interesados en los misterios del cuerpo hablante. ¿Es suficiente con mantener la cabeza para que esa noción del cuerpo subsista? ¿Eso alcanza? Brandy Schillace, una experta en historia de la medicina, explicaba en una entrevista que Robert White era un ferviente católico, amigo personal del Papa Juan Pablo II.   Según Schillace, en el fondo a White no le importaba tanto salvar vidas como salvar almas, y estaba convencido de que preservando el cerebro se aseguraba el alma. Esto nos conduce a varias direcciones. Tal vez en las neurociencias haya una profunda religiosidad aún no dilucidada. A fin de cuentas, y a diferencia de lo que los epistemólogos creen, el deseo del científico juega un papel decisivo en el desarrollo de la ciencia. Es la razón fundamental por la que todo movimiento científico tarde o  temprano genera un revuelo ético. El deseo, como ya lo dijo Freud, es imperecedero. No hay nada que lo pare.

Por Juan de Dios Peña Gomez

Gerente Administrador de Taxi-Noticias

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